El salto que marcó mi vida
Antes de emprender la aventura, Dios nos prepara con el equipo que necesitaremos para saltar juntos
Por Naomi Campos Laux
Era el momento ideal para hacer algo divertido y extremo, que marcara mi vida, me retara y me acompañara por el resto de mis días. Así que, opté por la opción de aventarme de un paracaídas.
En el lugar, se requirió un tiempo de preparación. Salté acompañada de un instructor certificado, quien puso un arnés a mi alrededor y después se colocó su propio equipo. Con eso podría asegurarme a él y a su vez, al paracaídas. Además me proporcionó un casco y unas gafas.
Nos dirigimos hacia la avioneta que nos llevaría hasta la altura adecuada para saltar. El instructor subió confiado mientras yo iba detrás de él. Se sentó en su lugar y me indicó dónde debía estar mientras emprendíamos el vuelo.
Durante ese tiempo, había una separación entre el instructor y yo. Mi arnés no estaba «enganchado» y así, por sí solo, no me proporcionaba ninguna seguridad.
En algún punto me explicó que era tiempo de «fijar» los arneses. Solo sentí que estaba haciendo algunos movimientos, un tanto bruscos, para asegurarme a él. Me garantizó que ya estábamos listos para el momento de saltar. Cabe destacar que yo nunca vi cuando él conectó nuestros arneses y mucho menos cuando preparó el paracaídas que nos llevaría hasta la tierra.
En el lugar designado, el piloto nos informó que era tiempo de dar el salto. Ya en la puerta, yo debía dejar de sostenerme de la avioneta y permitir al instructor tomar el control. En una fracción de segundo tuve que confiar que estaba asegurada y que el instructor sabía lo que estaba haciendo.
Fue una caída libre de aproximadamente 30 segundos. Con brazos abiertos y piernas dobladas hacia atrás, nos dirigimos a toda velocidad hacia el suelo. En eso, sentí que me jalaban hacia arriba. Dejamos de caer en picada y ahora estábamos descendiendo con la ayuda del paracaídas.
El instructor me señalaba diferentes lugares y me comentaba algunas de sus experiencias. De repente me preguntó si me gustaban los juegos mecánicos, a lo que respondí que sí. Sin advertencia alguna, hizo que el paracaídas girara a gran velocidad. Reaccioné con un grito estremecedor que se perdió en las alturas.
Después de reconsiderar mi gusto por los juegos mecánicos, me explicó cómo funcionan las «líneas de control». Guiarnos por las alturas requiere conocimiento y práctica, no se puede simplemente jalar hacia la derecha o izquierda.
Me permitió tomar el control del paracaídas, pero no pude sostenerlo así que se lo devolví al instante. Fue abrumador pensar en las consecuencias de un error.
Antes de aterrizar, el instructor me informó que debía doblar las rodillas y subir las piernas ya que él se encargaría de dejarme en tierra sana y salva, y así fue.
Así como el salto en paracaídas resultó ser una experiencia única, que marcó mi vida y me retó, también lo es el ser discípulo de Jesús.
Antes de emprender la aventura, Él nos prepara con el equipo que necesitaremos para saltar juntos. Nos coloca el casco, las gafas y el arnés, mientras que Él tiene su equipo y el paracaídas que usaremos.
Desde que inicia el proceso, camina con nosotros y conoce cada detalle: la avioneta que nos llevará al punto del salto y también el lugar del aterrizaje. Para hacerlo necesitamos decirle que sí y el resto está en manos de Jesús.
La caída libre resulta ser un tiempo en el cual solo podemos confiar en que Él nos ha asegurado a su arnés y que no podemos separarnos. Abrir el paracaídas requiere precisión, y aunque representa un jalón incómodo, es parte crucial del proceso.
En el trayecto atravesamos por diferentes situaciones que nos toman por sorpresa. Dudamos, cuestionamos, lloramos y más. Mientras tanto Jesús no nos deja y sigue guiando el curso de nuestro paracaídas.
Por otro lado, cuando nosotros decidimos tomar el control, nos enfrentamos a diferentes factores que desconocemos, como la velocidad del viento, la altura, el punto de aterrizaje y el mismo manejo del paracaídas. Solo Dios, que es el experto, sabe con precisión cada detalle de nuestra vida y lo que necesitamos.
En la recta final también se nos dan instrucciones que permitirán que el aterrizaje se lleve a cabo con éxito. Jesús sabe cuál es el lugar adecuado para tocar tierra y terminar el viaje.
Resulta interesante que durante todo el trayecto nunca pude ver al instructor. Estuvo detrás de mí desde el momento en que se sentó en la avioneta hasta el aterrizaje. Solo sabía que estaba ahí porque escuchaba sus palabras e instrucciones.
En nuestra vida con Jesús pasa algo parecido, aunque no podemos verlo, Él está ahí. Disfruta del panorama junto con nosotros, nos enseña y da instrucciones. Cuando parece que estamos solos, Jesús nos sujeta firmemente. Si hay cambios imprevistos y dificultades, Él está al mando de las líneas de control y tenemos su promesa de que nunca se separará de nosotros.
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