Cuando mi abuelo remodeló una cárcel
Solo había un inconveniente: la cárcel no tenía baños
Por Matilde Enciso
Mi abuelo, Daniel Harder, tiene muchas historias para contar. Pero para mí las más interesantes son las de su viaje a Colombia, ya que si él no hubiera decidido ir, yo no hubiera nacido.
Él soñaba en ser misionero desde que era niño, pero muchos obstáculos iban a tener que ser sobrepasados para llegar a ese punto. En un verano, cuando él tenía veinte y dos años, decidió pasar los tres meses que su universidad le daba de descanso, en Colombia.
Durante ese tiempo se encontró en Cúcuta, Norte de Santander, en la librería de un amigo que se llamaba Tim Anderson. La librería estaba en la terminal de autobuses que entonces tenía muchos clientes. Estaban en conversación cuando de un momento a otro, Tim le dijo: — Daniel, tengo un trabajo para ti. Es posible que después no vayas a querer volver a Colombia, pero esto me ayudaría mucho. Sin embargo, primero quiero que conozcas a un amigo mío. Creo que va a ser muy interesante que trabajes con él.
Le presentó a Leo, de Polonia. Él tenía trabajo en colocación de ladrillos, algo muy útil para el desafío que Tim enfrentaba. En el sótano de la terminal quedaban unas bodegas y unas cárceles. A Tim le habían ofrecido el espacio que ocupaba una cárcel, para su tienda, si él encontraba la manera de construir otra cárcel.
El trabajo de Daniel y Leo fue limpiar la cárcel vieja y remodelarla para la librería, y construir otra cárcel en un espacio aparte. Solo había un inconveniente: la cárcel no tenía baños. Antes de poderle meter un piso para que se pudiera usar, tenían que quitar toda esa basura. Fue un trabajo asqueroso, pero después de muchas horas se estaba viendo mejor.
En una semana ya estaba construida la bodega que se iba a utilizar para guardar libros, y mandarlos a todas partes de Colombia. También estaba lista la nueva cárcel, que era de la mitad del tamaño de la bodega.
Hasta este día queda esa bodega, que sirve para guardar los libros que son enviados a todas partes del país; y la cárcel, para las personas que se meten en problemas en la terminal de Cúcuta.
Tuvo muchas otras aventuras alrededor de Colombia, pero al final él estaba convencido que ahí era donde se quería quedar, y compartir la palabra de Dios.
En los próximos años, mi abuelo, regresó ya casado y se estableció en Bogotá. Pronto se integró en la comunidad, y cuarenta años después le iba a estar contando a su nieta sobre lo que sus viajes y experiencias le habían dejado.
De mi abuelo he aprendido que: «Cuando Dios pone algo en tu corazón, síguelo. Porque no fuiste tú, fue Él quien lo puso allí».
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