Gotas que infunden vida

Foto por Juliana Morillo

Foto por Juliana Morillo

Este lugar de frescura y belleza me marcaría de por vida

Por Juliana Murillo

Hace treinta años, una excursión escolar me llevó a un lugar de belleza irresistible, que transformaría mi vida. Serpenteando entre bosques nublados, el autobús llegó por fin a su destino, una reserva de páramo, a 3400 metros de altitud.  

Descendimos emocionados y dispuestos a explorar. Una larga caminata, siguiendo los pasos callados y pausados del guía, nos llevó hasta la esperada laguna de Guacheneque, aquella que los antiguos muiscas llamaron el «alma» de la sabana.  

Nos impactó el apacible silencio del lugar. Seguimos nuestro ascenso entre paisajes de abundantes musgos y aterciopelados frailejones (una gran planta de suculentas, oriundas de Colombia, Venezuela y Ecuador ). 

Esta vegetación paramuna absorbía lentamente la humedad de la niebla y luego dejaba caer gota a gota, en forma casi imperceptible, el agua prístina que alimentaba pequeños charcos. De estos, surgían lagunillas y surcos que poco a poco desembocaban con placidez en la laguna donde nace el río Bogotá. 

Sentada sobre una roca, me incliné y tomé entre mis manos una medida de esa fresca y traslúcida agua, para disfrutar su espléndido sabor. No podía creer que este fuera el mismo río, que kilómetros abajo se convertiría en una turbia cloaca. ¿Podía tanta transparencia y vitalidad contaminarse y aniquilarse de tal manera?  

Con tristeza, confirmamos de regreso a la gran urbe, que a tan solo unos kilómetros se iniciaba el deterioro progresivo del río. Primero, por talleres de piel en el pueblo vecino, que más abajo, aprovechaban las aguas del río para curtir cuero con químicos agresivos. 

Más adelante, múltiples actividades agrícolas, ganaderas y domésticas de poblaciones vecinas vertían sus desechos a este hermoso caudal, tornándolo triste y opaco.

Finalmente, en nuestro arribo a la ciudad, la espesa oscuridad y hedor de las aguas negras de nuestro río Bogotá, nos confirmaban su deceso.

Me pregunté: ¿Tenemos los habitantes de mi ciudad alguna idea sobre el diáfano nacimiento de nuestro río? ¿O simplemente vivimos desconectados, ciegos al impacto de nuestras acciones sobre la naturaleza y la humanidad? 

En esa excursión aprendí una lección que me acompañaría para siempre. Ciertas acciones, aparentemente inofensivas en un lugar, se acumulan y pueden causar efectos desastrosos sobre ecosistemas y poblaciones en otros lugares. Nuestra desconexión y descuido son capaces de arruinar la creación de Dios.

Este lugar de frescura y belleza me marcaría de por vida. Reafirmó mi conexión con Dios y la creación amada y sostenida por Él. 

Con los años, serviría para inspirar iniciativas como la Red por el Cuidado de la Creación, a la cual me dedico. Con programas como este, soñamos con contribuir gota a gota, a un río caudaloso de cambio, que restaure vida en un planeta que gime por sanidad.


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