Pensaban que les estaba coqueteando

Foto por Diana Gómez

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¡Un hombre de la tribu quería que huyera con él! Yo no sabía quién era ni por qué pretendía eso

Por Pam Rasmussen 

¡Un hombre de la tribu quería que huyera con él! Yo no sabía quién era ni por qué pretendía eso. No sabía nada excepto que deseaba desesperadamente volver a mi patria.  

Me senté en la canoa y lloré. Estaba apenada. Peor todavía, me sentía fracasada como misionera. Había dejado todo para llevar el Evangelio a un grupo tribal remoto y ya estaba en el centro de un escándalo. Ni siquiera el consuelo de mi esposo Pablo me ayudaba.

En medio de mis turbulentas emociones estaba perdiendo el sentido común. Ni trataba de mantenerlo. Decidí que tenía buenas razones para odiar a la gente de la tribu, aunque nos habían recibido amorosamente en su aldea y yo los había llegado a amar. Ahora sospechaba de cada uno.

En mi estado inconsolable, ecos de mi entrenamiento misionero con la Misión Nuevas Tribus empezaron a penetrar en mi caótica mente, recordándome que estaba pasando por un choque cultural.  

En aquellos días de estudiante había apuntado los consejos con mucho cuidado y me había gozado al investigar las implicaciones culturales de muchos escenarios imaginarios. Me habían advertido que ocurrirían situaciones totalmente fuera de contexto para mi mente occidental. Podrían ser inquietantes. 

Me habían enseñado bien, pero estaba desorientada, muy desorientada. Respiré hondo y traté de enfocar mis pensamientos de nuevo. Soportaría esto. ¡Tenía que soportarlo! 

Todo había empezado dos semanas antes cuando salí a quitar mi ropa lavada de donde estaba colgada. Mi ropa interior estaba tirada aquí y allá, no ordenada como yo la había dejado. Todavía peor, estaba manchada de un color púrpura. Y lo mismo sucedió la próxima semana.

Ahora había desaparecido por completo. 

Me sentía perpleja, enojada, violada. ¿Quién haría semejante barbaridad? No era como en mi país, donde podría correr a una tienda y reemplazar mis prendas. Vivíamos a cientos de kilómetros de la civilización. 

Mentalmente repasé lo que había pasado. ¿Quién había estado cerca de los tendederos? Recordé que tres jovencitas habían pasado por la esquina de la casa cuando yo preparaba el almuerzo. Al verme allí, se rieron y huyeron. Una de ellas era lo suficientemente alta como para alcanzar los mecates. Pero a lo mejor solo se estaban portando así por pena. Aquí nada era realmente como parecía al principio. 

Mi esposo decidió convocar a los hombres de la aldea para presentarles nuestro problema y pedir su consejo. Esperaba que ellos solos buscaran la solución. Unánimes, los varones dijeron que los niños eran los culpables, aunque uno de ellos parecía particularmente agitado y se fue de la reunión. Juntó a sus hijas y las ató a un árbol en la plaza, gritando que confesaran que habían robado la ropa. Las niñas lloraban. El padre proclamaba que mataría a todos sus hijos y a todo el pueblo y que luego saldría de la región. 

Horrorizados, vimos todo eso por la ventana sin saber qué hacer. Las niñas valían mucho más que la ropa, pero no nos atrevíamos a interferir en lo que aparentemente era un castigo vergonzoso.

Las chicas nunca confesaron haber hecho algo; eventualmente su papá las desató y ellas huyeron a la selva llorando. El jefe de la aldea le dijo después a Pablo que si hubiera tratado de intervenir, el hombre lo habría matado. 

La sorpresa más grande vino unos días más tarde cuando Pablo y yo visitamos a un anciano en otro pueblo. No tenía relación con la gente donde vivíamos y estaba lo suficientemente lejos del incidente para «hablar». 

—¿Qué significa cuando una mujer descubre su ropa interior manchada con una tinta púrpura? —preguntó Pablo. 

—Oh, quiere decir que algún varón quiere quitársela a su marido. Él lleva la ropa al brujo y se le aplica una poción especial para que él sea irresistible para ella. Si ella acepta el plan, usa la ropa. 

Permanecí allí sentada, procurando con desesperación aparentar la calma. ¡Me había puesto las prendas! 

—¿Qué significa cuando la ropa desaparece? —prosiguió Pablo. 

—¿La mujer misma la tiró? 

—No —dijo Pablo. 

—Bien, en ese caso el admirador tuvo que deshacerse de las cosas porque la mujer no siguió el plan de irse con él. Había que destruir el poder de la poción. 

No tuve tiempo para sentirme aliviada. En esta montaña rusa en que me encontraba estaba a punto de pasar por otra caída espantosa. 

Pablo siguió preguntando: —¿Por qué trataría un hombre de robarse a la esposa de otro? 

—Oh, ella debe de haberle sonreído. Las mujeres no deben sonreírle a las personas con las que no están casadas. 

Soy una persona alegre. Sonrío. ¿A quiénes les había sonreído? Probablemente a todo el pueblo. 

Cuando terminamos la visita dimos gracias al anciano e iniciamos el regreso por el río. Fue entonces que empezaron a fluir las lágrimas. Y también cuando arrancó mi entrenamiento misionero. Sabía que debía salir del abismo emocional en que me encontraba. 

Las palabras de mi maestro resonaron en mi mente: «Te equivocarás culturalmente, pero aprende de tus errores y sigue adelante. Recuérdale a la gente con frecuencia que ustedes son diferentes, que no conocen a fondo las costumbres, pero que quieren aprender y necesitan su ayuda. Algún día se darán cuenta de lo torpes que somos los misioneros», terminó en son de broma. 

Al aclararse mis pensamientos, di gracias por una cosa a mi favor. ¡Mi admirador sabía que yo le era fiel a mi esposo! 

Pablo y yo públicamente pedimos perdón a toda la tribu por cualquier malentendido, lo que resultó en un ambiente jovial. Las niñas que habían sido atadas en la plaza nos apretaron la mano como señal de amistad y de nuevo fueron a casa a jugar con nuestras hijas. La gente siguió visitándonos y compartiendo su comida, lo que denotó aceptación. 

Una semana después unos niños hallaron la ropa perdida, toda cortada y rota, y nos la entregaron. Estaba detrás de la casa de un hombre a quien le había administrado unas inyecciones de penicilina. La tinta púrpura apareció en la casa del hombre que había atado a sus hijas, y las pinzas estaban en el hogar del jefe del pueblo. 

Sin duda yo le había sonreído a cada uno de ellos.


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