Tierra sin ley (Parte 3)

Foto por Armando Lomelí

Foto por Armando Lomelí

La historia continúa

Por Yaribel García

Napo y su nuevo compañero continuaron su camino, siempre a «las vivas». No tenían otra alternativa, ya que ese era el último tren que pasaría en la ruta para entrar a territorio norteamericano. Entre costales, carbón y otros materiales lograron llegar a Coahuila. 

En el cambio de vagones, bajaron y empezaron a recorrer el lugar. Al hondureño lo contrataron en una tienda de abarrotes pero a Napo le costó trabajo encontrar dónde lo aceptaran. Su nuevo amigo abogó por él y pronto le hicieron un lugar.

Los domingos el negocio no abría, ya que los dueños asistían a una congregación cristiana. Los invitaron varias veces pero el hondureño, que cargaba muchos amuletos, se resistía. A solas le comentaba a Napo que no se sentía comprometido, a pesar de que las personas habían sido muy hospitalarias. 

El dueño les compartió que al igual que ellos, muchos centroamericanos pasaban por aquel lugar. Los domingos, con lo que les donaban en la iglesia, la familia anfitriona surtía un albergue.

Ellos eran parte de un ministerio de ayuda y evangelismo. No había sido fácil, algunos habían sido encarcelados, acusados de polleros, tratantes de personas y explotadores de menores por el solo hecho de proporcionar agua, alimentos o un espacio para descansar a los peregrinos.

Napo y Miguel no lograron pasar al otro lado. La frustración se apoderó de Napo. En ocasiones maldecía su situación. Sus tatuajes lo habían marcado de por vida: para muchos, él era un asesino o un vándalo. Nadie confiaba en él. Finalmente decidió regresar a Coahuila al mismo albergue que le había impactado tanto. 

La forma en que se expresaba el matrimonio a cargo era tal que sentía como si Dios le hablara, o al menos, así se lo imaginaba. Se desvivían por ayudar, mostrando amor de manera muy real. Además la paz que se respiraba era palpable. Por esa razón estaba muy agradecido. Sabía que de otra manera habría quedado desamparado y quizá ya estaría muerto.

Algunos días eran caóticos, porque sin el tren ya no había forma de acercarse a la frontera. Las estaciones migratorias estaban repletas y las autoridades ya no implementaban operativos porque no había dónde hacinarlos.

Se quedó un tiempo allí, ayudando a entregar víveres a otros migrantes centroamericanos. Algunos venían mutilados, con hambre, sed y frío. Muchos traían a sus hijos pequeños y comentaban que preferían intentar llegar al otro lado que quedarse en sus lugares de origen. La violencia y la pobreza eran los principales motivos que los llevaban a emigrar.

Napo solo observaba. Le costaba abrir su corazón a los demás. Aunque Susy y Mauro siempre le mostraron afecto (sin importar su apariencia), él no podía hacer lo mismo. Incluso lo mandaban por víveres, confiándole grandes cantidades de dinero y lo dejaban a cargo del lugar. 

Una noche, Susy fue atacada por unos centroamericanos cuando repartían los alimentos. Les quitaron todo lo que llevaban, los hirieron e intentaron ultrajar a Susy. Ella clamaba al Señor a gran voz y cuando los miró de frente, los agresores vieron algo que los hizo huir despavoridos sin explicación alguna. 

Durante el tiempo en que Susy se recuperaba, Napo permaneció muy cerca de Mauro. Lo apoyaba en todo lo que se le ofrecía. Lo seguía como su sombra. Todos los viernes como a las ocho de la noche se reunían en el comedor para hacer sus meditaciones. Cantaban, oraban a Dios y compartían la Palabra. A Napo le llamaba la atención que muchos salían muy arrepentidos.

Un día, entre los que llegaban al lugar, alguien gritó su nombre. La lágrima tatuada en la mejilla y la imagen de payaso en un lugar cercano lo hacían fácil de reconocer. Con horror vio que era el líder de la pandilla al que había dejado medio muerto en Chiapas.

El nuevo visitante se acercó. Todos los observaban y Napo sudaba frío, atento a cada movimiento. De pronto lo abrazó y apretujó con un aire cariñoso y familiar. ¿Por qué no quería matarlo? 

Con emoción el ahora exlíder de la pandilla le contó a Napo: 

«Cuando saliste huyendo, yo estaba entre la vida y la muerte. Unos “aleluyas” que tenían un albergue, me recibieron y se encargaron de sanar mis heridas físicas y además atendieron las espirituales. 

No me perdía ningún detalle del trabajo de los voluntarios, quienes se levantaban de madrugada para cantar, orar y leer la Biblia. Observaba cómo se perdían entre los parajes y se trasladaban hacia las vías del tren, para ofrecer su ayuda a quien lo necesitara, sin sueldo de por medio. 

Cuando regresaban con alguien, sin dudarlo lo atendían de la mejor manera, con profesionalismo y sobre todo con amor: algo que nunca había conocido. Poco a poco fui aceptando el amor que me demostraban. 

Una noche reflexionando en esto, alcancé a escuchar ruidos y forcejeos. Una de las voluntarias imploraba que no le hicieran daño, asegurando que ellos estaban ahí para ayudar. Me incorporé con mucho esfuerzo por las heridas que tenía y me arrastré hacia la cocina. 

Inmóvil, al presenciar aquella escena vi reflejado mi pasado. Observé el odio, el deseo de venganza y el placer de mis compatriotas por el sufrimiento ajeno. El miedo de los demás les daba poder y posición, y los armaba de valor para matar, violar y amedrentar.

Con un grito que salió de lo más profundo de mi interior y con todo el odio que tenía guardado me sostuve de una de las columnas del lugar y grité: —¡Déjala porque si no, te las verás conmigo! 

Ella era quien había curado mis heridas y, quien todas las noches oraba por mí. Estuvo al pendiente de que recobrara la conciencia y de que todos mis órganos funcionaran, después de las veinticuatro puñaladas que me habías dado.

De inmediato el salvadoreño fijó su mirada en mí y en tono sarcástico advirtió: —¿Tú y cuántos más me van a enfrentar? Apenas y puedes con tu alma. 

Entonces recordé el salmo que había escuchado la primera noche que me acerqué a meditar la Biblia: «Caerán a tu lado mil y diez mil a tu diestra, más a ti no llegará; no tendrás más que abrir bien los ojos, para ver a los impíos recibir su merecido. Ya que has puesto al Señor por tu refugio, al Altísimo por tu protección, ningún mal habrá de sobrevenirte».

Sabía que solo no podría hacerle frente a ese hombre, pero de pronto sentí una fuerza superior que salía de mí mismo y logré abalanzarme y dejar caer todo mi peso sobre él casi al grado de asfixiarlo. 

En ese momento, otro entró al lugar y me reconoció.

—Está bien, está bien —vociferó, –nos iremos de aquí. Ningún rencor, nada contra ti. Sé quién eres; no sabíamos que estabas a cargo. No volveremos a poner un pie en este lugar, este es tu territorio. 

Hoy te puedo decir con seguridad que Cristo me ha transformado». 


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