Mi vacío existencial
Comencé a preguntarme si todo lo que sabía de Dios era verdad
Por Adaía Sánchez
Somos lo suficientemente inteligentes para descubrir cuál es la mejor forma de vivir nuestra vida. Por lo menos eso creemos, ¿cierto? Esa es mi historia.
Crecí en una familia en la que me enseñaron que existía un Dios amoroso y todopoderoso, y en donde aprendí a orar y a leer la Biblia. Todo eso se volvió parte de mi vida cotidiana: asistir a la iglesia, involucrarme en sus actividades y adoptar los valores morales cristianos. Me parecía una buena forma de vivir.
Cuando llegué a la adolescencia, empecé a cuestionarme la enorme cantidad de reglas que encontraba en la religión. No muy convencida de ellas, comencé a filtrar todas esas «reglas» bajo mi criterio.
Así me construí una doble vida. Procuraba un alto estándar de conducta moral en el exterior; pero en realidad, era egoísta e hipócrita.
No era capaz de amar ni perdonar y me justificaba cuando rompía las reglas que yo misma le imponía a los demás. Juzgaba duramente a los que me rodeaban. Y por otro lado, aunque me ahogaba en mis propias culpas, me aferraba a tener siempre la razón. El resultado fue una vida solitaria, llena de resentimiento y amargura en la que no encontraba significado.
Entonces entré a la universidad. Al aprender nuevas filosofías como el construccionismo social y otros temas sobre cómo nuestra percepción del mundo es moldeada, comencé a preguntarme si todo lo que sabía acerca de Dios era verdad o si solo lo creía porque me lo habían inculcado desde pequeña.
Mi cabeza daba vueltas por laberintos y preguntas sin respuesta. Por primera vez en mi vida, me inundó un sentimiento de vacío existencial.
Llena de confusión le pedí a Dios, fuera quien fuera, que me mostrara lo que era cierto acerca de Él. Estaba en un punto decisivo. Si Dios era real, merecía todo de mí, pero si no era más que una falacia, entonces no merecía ni la mitad de mi tiempo. Me alejaría para siempre de las tradiciones que, aunque habían probado ser benéficas para mí en algún momento, carecían de fundamento.
Un día, platicando con una de mis amigas de la infancia, ella se percató de mi tristeza y confusión y me hizo una invitación poco usual: me invitó a escuchar la Palabra de Dios. Me resultó un poco extraño, pues según yo, sabía mucho acerca de la Biblia. Sin embargo, acepté y fuimos a un estudio bíblico.
No pasó nada especial ni mágico ese día, pero descubrí a un Dios diferente del que yo creía conocer. Quería saber más acerca de Él. Poco a poco, al seguir leyendo y escuchando la Biblia pude entender que Dios había decidido perdonarme por todo lo malo que yo había hecho, no importaba qué fuese. Que ya todo estaba pagado por la muerte de Jesucristo en la cruz y que yo no tenía que hacer nada por tratar de merecerlo. Que Él me aceptaba tal y como era, y que su amor por mí no dependía de lo buena que fuera.
Todas esas palabras que había escuchado acerca de Dios desde mi niñez, cobraron sentido en mi vida. Mis preguntas hallaron respuesta. Fue como si alguien hubiera encendido la luz. Todo era más claro.
Decidí confiar plenamente en Jesucristo, el Hijo de Dios. Acepté su perdón, su amor y su invitación a tener una relación cercana con Él, para seguir conociéndolo de primera mano, sin intermediarios.
Lo increíble fue que, no solo mi mente halló tranquilidad sino que mi alma encontró vida plena, significado y propósito. Al experimentar su amor constante aprendí a amar verdaderamente a otras personas.
Ahora disfruto la vida en plenitud tanto en las buenas como en las malas, porque sé quién soy y a dónde voy. Además Dios mismo, el Creador, me está enseñando cuál es el diseño original de mi vida y cómo vivirla.
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