Una invitación especial
Harriet demandaba total obediencia de parte de los esclavos a quienes liberaba
Por Keila Ochoa Harris
Parte del encanto de una boda está en la celebración con los amigos y seres queridos; para eso se envían las invitaciones. Queremos que muchas personas compartan con nosotros ese día tan especial. Hoy día existen muchos tipos de invitaciones: hechas a mano, impresas a color, incluso electrónicas.
En la vida cristiana también repartimos invitaciones. Nuestro deseo debe ser que muchos más formen parte de esta Boda como miembros de la Iglesia. Sin embargo, algunas veces nos volvemos envidiosos o indiferentes y dejamos de anunciar el amor de Dios. Quizá hemos olvidado que alguna vez estuvimos bajo el dominio de Satanás, un amo cruel. Y seguros de la vida eterna, pasamos por alto la realidad de que muchos van directo a la muerte.
Afortunadamente Harriet Tubman no se conformó. Ella rescató a muchos de la esclavitud, no solo espiritual, sino física. Harriet nació en los Estados Unidos, en los años en que la esclavitud era una práctica común en los estados sureños. Creció en el estado de Maryland, sujeta a palizas desde sus años mozos. A los doce, recibió un golpe en la cabeza por uno de los capataces blancos por negarse a delatar a un esclavo que había escapado. Sus biógrafos dicen que esta herida la hizo sufrir narcolepsia (intensos deseos de dormir a cualquier hora).
A los veinticinco años, Harriet se casó con John Tubman. Cinco años después, con el temor de ser vendida al sur, planeó su escape. Un vecino blanco anotó en un papel dos nombres, luego le dijo cómo encontrar la primera casa en ruta a la libertad. Allí la subieron a una carreta, la cubrieron con un costal y la trasladaron a su destino. Primero se estableció en Filadelfia, donde conoció a Guillermo Still, el encargado del tren subterráneo (Underground Railroad). Esta organización se dedicaba a auxiliar a otros para escapar de las cadenas.
¿Y cómo se sintió? Ella misma lo explicó: «Miré mis manos para ver si era la misma persona ahora que era libre. Había tanta gloria sobre todas las cosas, el sol caía cual oro a través de los árboles y los campos, y me sentí como si estuviera en el cielo».
Pero aún no lo estaba. Primero tenía una tarea que cumplir. En 1851, localizó a miembros de su familia y los ayudó para huir a Canadá. Después consagró su vida al tren subterráneo. Se calcula que hizo cerca de diecinueve viajes al sur y ayudó a trescientos esclavos. Nunca perdió un solo pasajero, por lo que la apodaron «Moisés».
Su naturaleza espiritual se mostraba en la absoluta seguridad de que Dios prosperaría sus esfuerzos y aunque muchos dueños de esclavos ofrecieron suntuosas recompensas, hasta de $40,000 Dlls US por su cabeza, ella decía: «No puedo morir más que una vez. Y Dios decidirá el momento, nadie más».
Procuraba organizar sus misiones de rescate en invierno. Les pedía a los fugitivos contactarla ocho o diez millas lejos de las casonas sureñas, preferentemente los sábados por la noche para que nadie se enterara de su escape hasta el lunes.
Harriet demandaba total obediencia de parte de los esclavos a quienes liberaba. Un esclavo atrapado sería torturado para revelar información que perjudicaría al sistema subterráneo. Si un esclavo quería renunciar en medio de un rescate, Harriet le colocaba un revolver en la cabeza, pidiéndole que reconsiderara su postura.
Le preguntaron si habría sido capaz de matar a alguien en caso de una negativa, ella respondió: «Si aquel esclavo hubiera sido tan débil como para rendirse, sería suficientemente débil como para traicionarnos. ¿Dejaría yo morir a tantos por un solo cobarde?».
Un compañero, Tomas Garrett, comentó: «Nunca conocí una persona de color que tuviera más confianza en la voz de Dios que Harriet». Cuando estalló la Guerra Civil, Tubman sirvió como enfermera, espía y soldado. Después de la guerra, regresó al estado de Nueva York, y desde su nuevo hogar apoyó los derechos de las mujeres hasta su muerte en 1913. A Harriet le tocó la parte activa en esta lucha de igualdad. Otras, como Harriet Beecher Stowe, hicieron su parte lejos de las trincheras.
Harriet escribió el libro La cabaña del tío Tom, que además de convertirse en un éxito de librería, abrió los ojos de muchos a la injusticia y la crueldad que vivían los esclavos. Ella nació en 1811, hija de un ministro. Se casó con Calvin Ellis Stowe, y aún criando a siete niños, encontró tiempo para escribir. A los cuarenta años empezó la saga del tío Tom. Como vivía a un río de distancia de una comunidad de terratenientes, escuchó historias de primera mano, contadas por aquellos que escapaban por medio del tren subterráneo. Ella misma ayudó a muchos fugitivos.
La historia salió en cuarenta fascículos y se convirtió en anatema en los círculos sureños. Pero en otros lados recibió gran popularidad, siendo traducido a veintitrés idiomas. Su legado, a través de la vida del buen Tom y el horrible Simón Legree, ha conmovido a pequeños y mayores.
Cuando el presidente Lincoln la conoció en persona en 1863, dijo: «¡Así que tú eres la pequeña mujer que escribió aquel libro que ha causado esta gran guerra!».
Dos Harriets, una sola lucha. Una de forma activa, la otra con su pluma. Pero, ¡qué valor! Ellas invitaron a su generación a reconsiderar un tema prohibido: la esclavitud.
Hoy leemos sobre la legalización del aborto, los matrimonios homosexuales y la eutanasia. ¿Habrá algunos hombres y mujeres valientes que, movidos por Dios, batallen contra estos males e inviten a los demás a los brazos de Cristo? ¿Quién salvará a los bebés que nadie desea? ¿Quién consolará a los ancianos que la sociedad desecha? ¿Quién denunciará por medio de la pluma las injusticias de esta sociedad? ¿Quién contará a otros que hay vida en Jesús?
Las invitaciones las tenemos en la mano; solo resta entregarlas. ¿Lo haremos?
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