Josefina quiere estudiar medicina
¿Qué se suponía que podía decir?
Por Adai Boche
Cursaba el tercer año de la universidad cuando viajé a Kenia para asistir al congreso global del ministerio estudiantil en el que servía en mi campus. Entre la locura de los entrenamientos, actividades del congreso y campañas de evangelismo, hice amistad con Josefina, una joven de 14 años, de Nairobi. Todos los días se encargaba de cuidar a sus primos y hermanos menores, mientras su familia trabajaba en el hotel y centro de convenciones.
Todas las tardes, después del almuerzo, caminaba hasta el área de juegos infantiles donde sabía que encontraría a Josefina cuidando a por lo menos cuatro pequeños. Nos la pasábamos jugando con los niños y comiendo cacahuates frescos que habían recogido en un plantío por la mañana.
Un día por la tarde, me encontré con Josefina afuera de la tienda de regalos del hotel, nos sentamos en el pasto y platicamos por horas. Ese día tuve una de las conversaciones que más han impactado mi vida.
Mientras hablábamos, decidí preguntarle qué carrera quería estudiar. Josefina de inmediato contestó:
—Quiero estudiar medicina.
En mi mente surgió la idea de contestar con un «qué padre», casi en automático, pues era la respuesta más común para animar a alguien que tiene el sueño de tener una profesión. Estaba asumiendo que, al igual que yo y que la mayoría de mis conocidos, ella tenía la libertad de elegir. Sin embargo, Josefina continúo justo antes de que yo pudiera emitir alguna palabra:
— Pero no puedo, tengo que ser parte de la servidumbre, como toda mi familia.
Al escucharla, mi cerebro hizo corto, no tenía una respuesta para eso. ¿Qué se suponía que podía decir? Supongo que mi cara al instante reflejó la tremenda maraña de pensamientos que tenía, porque mi amiga con mucha suavidad y una sonrisa tímida agregó:
—Está bien, así son las cosas en Kenia. Así nacimos, así vivimos felices y le servimos a Dios porque Él así lo permitió.
Para este punto, mi enredo mental se había convertido en un nudo en la garganta y ojos llorosos. Seguía sin saber qué decir o hacer pues Josefina, con sus palabras, me hizo entender una gran verdad y conmovió mi mente y corazón. Aun así no podía articular ni una sola palabra.
Abracé a Josefina y entre lágrimas le pregunté si podía orar por ella. En esa oración agradecí por el hermoso corazón que Dios le dio, por su entusiasmo y por supuesto, pedí por su futuro. Al terminar la oración seguimos platicando y al atardecer nos despedimos.
Ese fue el último día que vi a esta chica tan especial. Nunca volvimos a hablar. Las limitadas condiciones de telecomunicaciones en Kenia hicieron imposible que pudiéramos seguir en contacto cuando regresé a México. Sin embargo, sé que Josefina y sus palabras estarán por siempre en mi corazón.
Ese día me llevé una enorme enseñanza. Dios tiene el poder de transformar cualquier situación y cumplir sueños. Aunque también, estar en contentamiento con lo que hemos recibido es muy importante.
Florecer en el lugar en el que Dios nos ha plantado es una poderosa muestra de nuestra fe y confianza en su soberanía. No importa si somos estudiantes, profesionistas, artesanos, obreros o comerciantes, estamos en ese lugar porque Dios así lo permitió.
En ocasiones, los privilegios nos ciegan, y en lugar de reconocer las oportunidades que Dios nos da, nos enfocamos en todo aquello que no tenemos y creemos merecer, cuando la realidad es que todo nos lo ha dado por gracia. Él nos ha puesto donde estamos por una razón y es nuestra decisión si le servimos o no.
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